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En los años noventa, el crítico y comisario francés Nicolas Bourriaud sentó las bases del concepto de arte relacional en su ensayo Esthétique relationnelle (Les presses du réel, 1998). Según la teoría de Bourriaud, la obra se presenta «como una duración por experimentar, como una apertura posible hacia un intercambio ilimitado».

En este contexto, en el que se prioriza la relación del público con el objeto artístico, Jordi J. Clavero, jefe del Departamento Educativo de la Fundació Joan Miró, reflexiona sobre el concepto de obra de arte y su constante mutación, ligada a las experiencias personales vividas por cada visitante.

07_09_2017
Foto: Jordi J. Clavero, 2016

El objeto perplejo

La obra de arte interpela a su tiempo. La obra de arte dialoga con su tiempo como parte de un diálogo con el Tiempo. Y como parte de un diálogo con la Historia. La obra de arte dialoga con la sucesión de presentes que es la Historia. Y la obra de arte dialoga con las historias y con los presentes simultáneos de los sujetos que la contemplan. La obra no es unívoca. El artista tal vez pensaba que creaba una obra unívoca; pero mientras el artista era contingente, la obra lo trascendía. La obra no es mineral, la obra es un organismo en constante mutación. Su mutación no es biológica, sino perceptiva y cognitiva. La mutación es invisible e intangible. La mutación puede ser única o múltiple. El tiempo informa la mutación, pero no hay mutaciones históricas ni universales. Todas las mutaciones son originales y se pueden replicar (contestar) y no se pueden replicar (reproducir). La obra de arte no es concebible sin mutación, porque la obra de arte es inconcebible sin un sujeto de confrontación.

El concepto obra de arte no se puede aplicar a ninguna obra concreta per se, y sí, en cambio, a la obra concreta patinada por innumerables estratos de miradas invisibles. Una obra de arte no lo es siempre y en todo momento. Una obra de arte ignorada es tan solo una obra de arte en potencia. La condición sine qua non de toda obra de arte es la mutación. Ninguna obra de arte puede ser descrita, pues es imposible compilar todas las mutaciones que ha experimentado. La obra de arte es dinámica, porque su naturaleza reside en la mutación. La obra de arte no se dirige a todos, sino a cada uno. Cada subjetividad es diversa e irreductible. La mirada, la interrogación, también es diversa. Y es inédita. La experiencia de la mirada —el instante, o el intervalo, y el transcurso de la interrogación— es insondable e intransmisible. El singular careo del objeto con un sujeto constituye la morfología transitoria de la obra de arte.

La obra de arte es, pues, la experiencia única, irrepetible, a la vez infinitamente replicable e imposible de replicar, de una mutación subjetiva intransferible.

La obra de arte no es el cuerpo ni las cicatrices del tiempo impresas o presentidas en el cuerpo, sino la inspección de las cicatrices, la diagnosis sin pruebas, sin instrumentos de precisión. Es el examen circunstancial de las heridas recientes, aún sin cauterizar, la inspección ocular, el reconocimiento a simple vista del cuerpo.

La obra que no es escrutada es un objeto inútil, perplejo.

He aquí algunos ejemplos de esa perplejidad (la relación podría ser infinita, porque una obra de arte confinada en un almacén no es una obra de arte, porque una obra de arte en la oscuridad nocturna del museo no es una obra de arte, porque el manuscrito inédito de un libro no es más que una resma garabateada por un insomne):

– Las diecisiete cabezas colosales olmecas halladas en el golfo de México, sepultadas durante tres milenios. Atónitos o melancólicos, los rostros conservan todavía la mirada estupefacta de los zombis.

Fuente de la imagen

– Gran parte de los 526 manuscritos —los microgramas— de Robert Walser, perpetrados con una criptocaligrafía comprimida. «Como una fuga tímida fuera del alcance del público» (reveladora precisión de Carl Seelig, amigo y protector suyo), se resisten a salir del coma inducido por el autor.

Robert Walser, Micrograma 131, abril, 1926. Fuente de la imagen

– La letargia marina de los Guerreros de Riace, su absorta inexistencia ahistórica en el vasto acuario mediterráneo, a merced de las corrientes. La inanición secular los ha demacrado.

– Los Sun Tunnels de Nancy Holt, enormes tubos cilíndricos erigidos en medio del desierto de Utah, pasmados entre los solsticios de invierno y de verano.

– Las obras solitarias y perplejas de cuatro colegas artistas que Daniel Silvo hurta a la galería y, equiparándose a los Tucson Samaritans, abandona en lugares remotos cercanos a la frontera que separa Estados Unidos de México.

– Las decoraciones geométricas al pastel de David Tremlett en casas abandonadas de Tanzania y Portugal, ya solo vestigios de un polvillo rojizo o amarillento, partículas ingrávidas consternadas.

– La Eneida que Virgilio quería consumida por las llamas, la que todos conocemos (si no la hubiésemos conocido), asunto literario de Hermann Broch en Der Tod des Vergil.

– Manuscritos y cartas que Kafka pide que sean destruidos. Su amigo más fiel, Max Brod, desoyendo su voluntad, los lega al mundo, a una cadena de generaciones de escritolectores y de lectoescritores. Obras resucitadas, obras de arte.

– A Ten Mile Walk England, de Richard Long, es, hoy, un mapa; un sucedáneo que informa del lugar y de la distancia recorrida por el caminante. La obra no es, no existe; es una entelequia en una hoja desplegable que describe una naturaleza mensurable y civilizada.

– Toda la escritura de Osvaldo Lamborghini posterior a su éxito El fiord. El autor se desentiende de publicar y niega, así, a la creación el derecho elemental a ser admirada, imaginada, criticada, maldecida.

– 2010. Exposición Murales en la Fundació Joan Miró. Intervenciones directas en la pared de Paul Morrison, de Brian Rea, de la Coopérative Féminine «Djida»… El domingo 6 de junio, último día de la muestra, decreta un cambio de estatus: las paredes son repintadas, silenciadas.

Paul Morrison, Taraxacum albidum, 2010. Foto: Pere Pratdesaba, 2010

– Existen fotografías de Zhan Wang durante su esmerada, aunque fugaz, rehabilitación de un edificio en ruinas de Pekín. La última comida del condenado a muerte, el amortajamiento: las excavadoras derriban el edificio antes de que concluya la tarea, antes de que nadie pueda ver la obra, antes de que sea una obra de arte.

– Si la metonimia «el artista es la obra de arte» es plausible, el colombiano Andrés Caicedo ha privado a la creación de su alimento. Su suicidio programado pone fin a la tiranía de la obra de arte y certifica el triunfo del artista, del hombre. Sus libros Mi cuerpo es una celda y El libro negro han permanecido en la indiferencia treinta años.

– Una cápsula del tiempo concebida por Lúa Coderch y realizada en colaboración con un grupo de alumnos de secundaria. Enterrada en uno de los jardines adyacentes a la Fundació Joan Miró, la obra (la pieza, el cofre) se quedará en barbecho veinte años. El tiempo, suspendido allí abajo; un ataúd de tiempo. Dentro de dos décadas emergerá y será algo. Las miradas perplejas de los testigos de la exhumación se reflejarán en la perplejidad de la cosa, una amalgama de objetos de una tecnología desfasada. Objetos neovintage o los componentes de una obra de arte redescubierta. La nostalgia del cautiverio o el momento, calculado, en que la obra de arte volverá a serlo.

Foto: Pere Pratdesaba, 2015

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