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Moisès Villèlia: La plenitud del vacío
Muy cerca del Vallespir, y junto al macizo del Montfalgars, encontramos Molló, un bello pueblo pirenaico de poco más de 200 habitantes. Flanqueado en uno de sus límites por la riera Rocabruna, que entrega las aguas al Fluvià, es muy conocido por el monumento románico que es la iglesia de Santa Cecília, famosa por su campanario cuadrado, de cinco pisos, y que data del año 936.
Los Villèlia escogieron este lugar para instalarse definitivamente en 1972, al regresar de su estancia en Quito. Desde siempre han adorado el espacio infinito y el hecho de poder mirar más allá. Ya antes de regresar a Cataluña habían decidido ir a vivir al Pirineo. La casa no se ve prácticamente hasta que uno no está justo debajo de ella, en una curva de la carretera.
Al ver a Moisès Villèlia desde el camino que lleva a su casa, con la mano tendida, dándonos la bienvenida, su imagen se confunde a modo de encadenado cinematográfico con el «profeta» —la escultura de Gargallo— y el Juan Bautista que Oscar Wilde nos describe en su obra Salomé. Sus cabellos alborotados por el viento parecen realmente racimos de uva.
Este lugar escarpado, de cultivos de secano, tan opuesto a su mundo de cañas, hace pensar en el espíritu de aventura de este hombre singular, que vive en un mundo propio y que, como su obra, no tiene antecedentes en otros artistas.
El trabajo de Moisès no pertenece a ninguna escala. Plásticamente, no tiene predecesores. Antes que él, nadie ha utilizado cañas para la escultura. Es el autodidacta que llega a la realización plástica por la necesidad de expresar sus sentimientos y creencias, su bagaje particular y vital entre materialismo e idealismo, su convencimiento de que es necesario integrar el espacio vacío con el espacio lleno, para conseguir un todo que dé coherencia a la existencia del ser humano. Puede que al principio no sea plenamente consciente de ello, que este sea exactamente el camino para encontrar lo que busca. Incluso, mucho antes de utilizar las cañas, lo cierto es que su interés por combinar la materia con el vacío ya se manifiesta en una de sus primeras obras, que él titula Tirabuixó (Tirabuzón). Cuando crea esta pieza, Joan Brossa hace notar la importancia que el artista da al vacío.
El vacío. El vacío será, pues, el motivo constante a lo largo de su obra. El vacío. Que ha preocupado a los pensadores de Oriente y de Occidente. Cuya negación se convirtió en uno de los dogmas básicos de la cosmología aristotélica, y motivó la idea medieval del horror de la naturaleza por la vacuidad. La discusión de la cosmología de Aristóteles, iniciada por los occamistas en el siglo xiv, dio lugar a un resurgimiento de las concepciones atomistas, según las cuales el mundo se compone de dos principios: los átomos —materia, ser— y el vacío —espacio, nada. Lao-Tse, en el siglo vii a. C., no solo justifica, sino que valora, la existencia del vacío:
«¡El espacio entre el cielo y la tierra es como
un fuelle de forja!
Está vacío, pero no se agota. En movimiento
no cesa de producir.
Unimos treinta radios y lo llamamos rueda.
Pero es en el espacio vacío donde se encuentra la
utilidad de la rueda.
Modelamos arcilla para fabricar un jarrón.
Pero es en el espacio vacío
donde se encuentra la utilidad del jarrón.
Abrimos puertas y ventanas al construir
una casa.
Son estos espacios vacíos
los que dan utilidad a la casa.
Así, de igual modo que nos aprovechamos
de lo que es, debemos reconocer lo
que no es».
De muy joven, Moisès Villèlia conoció a Michel Tapié, que le habla del zen, que es la forma japonesa de la escuela budista china. El artista se interesa mucho sobre ello, ya que, de hecho, es lo que explicita su propio pensamiento, canalizando así sus inclinaciones naturales.
El zen rechaza la especulación, la argumentación y la teorización, y se preocupa únicamente de la iluminación interior. La práctica del zen, aparte de una intensa meditación, preconiza la vida al servicio del trabajo. Uno de los ejemplos de su desempeño es la actividad constante. Su espíritu comprende elementos de la cultura como la ceremonia del té, arreglos florales, la jardinería y las artes marciales. Al hacerle a Villèlia la observación de lo mucho que sus cañas evocan los gestos y actitudes de los practicantes de estas artes, confiesa de repente su interés y admiración por estas disciplinas.
Tensión, torsión, ritmo, fuerza, dinamismo, estilización, contrapeso, estabilidad, equilibrio, ingravidez.
Formas que sugieren arcos de ballesta, flechas, lanzas, herramientas para trabajar la tierra… Arte basado en la asociación de ideas, en el encadenamiento constante de sensaciones y símbolos.
Las manos del artista convierten material tan sencillo como alambre y palillo en algo sensible y refinado.
En esta exposición se puede seguir la evolución de su trabajo, que arranca en Mataró en los años cincuenta, después en Cabrils, pasando por Ecuador, hasta Molló. Empieza con materiales humildes, trabaja con materiales de desecho, residuos que permitirán que con sus piezas se avance en lo que años después se llamará «arte pobre».
La falta de medios no es óbice para que trabaje y experimente sin detenerse. Así, da forma a madera, alambre, cordel, virutas, hasta descubrir el bambú, y como las cañas le proporcionan el vacío, no se lo piensa más. Chonta, bambú, escobón, materiales duros, a la vez elásticos e indómitos, que se doblan suavemente a la voluntad de las manos que los miman con firmeza. Empieza a darles forma. Construye bellísimos ensamblajes. Equilibra, contrapesa, y así consigue formas inesperadas y de una belleza plástica excepcional.
Su sentido de admiración por todo lo natural lo lleva a utilizar la técnica más cercana a sus propias manos. Buscaba una salida y la ha encontrado en un material que trae la forma hecha, basta con infundirle belleza, si cabe, de la manera menos sofisticada. Su evidente proceso de abstracción ha llegado a poder prescindir del modelado.
Observando la obra de Villèlia, se ve claro que, en el arte, la grandiosidad nunca es subsidiaria de la cantidad ni del lujo del material.
Roser Baró