(Mi parche es más bonito que el tuyo, chincha rabiña…)
El escritor Michel de Montaigne se hacía sangrar el dedo cada día para irse mentalizando sobre su propia muerte. En el Espai 13, las C-72R leen cotidianamente informes forenses relativos a las heridas que han sido operadas en unos abrigos colgados allí mismo. A continuación, cosen parches en estas heridas y los abrigos, de harapos, se vuelven espantajos. ¿Cómo creer en la inmortalidad de un abrigo, o en la eternidad de una vida? El abrigo más grueso es tan frágil como el cuerpo humano, y ya sabéis que, a partir de los cuarenta años, todo el mundo tiene la cara que merece. Parches, cicatrices, zurcidos, gafas o arrugas, ¡bienvenidos sean! Para que nazcan nuevas hojas, antes tienen que pudrirse las viejas…
Sin embargo, vivimos en una civilización que rechaza vislumbrar la muerte en la esquina, que «edificio» el «mañana» para que nos estemos quietos hoy. Garantizad vuestros valores patrimoniales; mejorad vuestra jubilación; ¡aseguraos contra lo que sea, la vida, la muerte, el ataque al corazón, las pulgas, el amor, el incendio o el robo! Cualquier tentativa es buena a la hora de detener el presente, de extirpar de la vida… la vida misma (¿qué sería la muerte sin la vida?). Quien domina el ciclo vital controla el ciclo social. Su poder económico se convierte en legítimo por haber obtenido una victoria moral, la de haber evacuado ―o, en cualquier caso, legalizado, jerarquizado, evaluado en dinero contante― la contradicción esencial del ser humano, es decir, su finitud. El hombre medieval compraba indulgencias. El hombre contemporáneo firma pólizas.
¿Es el artista el emisario de la muerte? «El cine es la muerte que trabaja», decía Jean Cocteau. La virulencia de «Te has dejado las llaves en la cerradura» procede en una línea divisoria trazada entre la aspiración colectiva a la tranquilidad y la carga de intranquilidad que las artistas tan insidiosamente provocan. Esta tensión es acentuada por un cúmulo de dicotomías que la neutralidad de la instalación enseguida encrudece; la interactividad informática frente a los zurcidos en los abrigos; la violencia de las intervenciones a horas fijas de las artistas en el Espai 13 en contraste con la nada el resto del tiempo; el estupor del espectador que pensaba poder decidir solo el futuro de la compañía Eurorisc, y que asiste impotente al parcheado de los abrigos; o, incluso, el hecho, desconcertante para él, de encontrarse en medio del museo un universo laboral dotado de una actividad tan frenética como incomprensible…
«¡Menuda forma de agobiar al próximo!», sale diciendo el pobre visitante. Y se pone a gritar: «¿Hay alguien que me asegure contra los artistas?».
Mónica Regàs |